viernes, 28 de marzo de 2014

Entre sus páginas

   


   Madrid. Noche fría, tormentosa y de cielo plomizo. La breve primavera de la que hemos disfrutado se ha desvanecido. Ya se sabe, cuando marzo mayea, mayo marcea. Sabio el refranero popular castellano. Sabio y contradictorio también.

   Revisando en él frases sobre el pasado, uno se da cuenta de que siempre tiene una connotación negativa: si piensas mucho en un pasado que fue feliz no puedes disfrutar del presente; y si aquel fue malo, el refranero aconseja pasar de página. O mejor aún, de libro.

   Y en eso estoy. Cerrando libros que no aportan nada, libros que lees rápido, con impaciencia, ávido de un final que llega demasiado rápido y decepciona. Nunca es bueno releer libros pues puedes descubrir que tras las líneas encriptadas se escondían pasajes de mentiras, engaño y falsedad. Pero no duele. Afortunadamente. No duele cuando es un libro de bolsillo, de esos baratos que compras apresuradamente en una estación para no aburrirte durante el viaje. La portada promete, las primeras páginas enganchan, el final decepciona. Lo que el libro te vende en su tapa no es lo que finalmente descubres. Puede que no te des cuenta mientras lo lees, pero llega un momento, como con todo en esta vida, en que ves la verdad. Efectivamente, esta ahí desde el principio. Un comentario de un amigo, un post sobre ellos en internet, una foto. Todo llega. 

   Otras veces el libro es mejor. Pongamos que es un ensayo. La portada es atractiva, la historia te engancha desde el primer párrafo, el desarrollo te apasiona y crees firmemente en las teorías que en él se plasman. En seguida compras el siguiente libro para continuar absorbiendo la sabiduría que desborda cada página y que empapa tu cerebro, que no sólo se estimula con ella sino también con detalles, intuiciones que el autor deja al lector ávido de complicidad; ese lector que pretende aportar cosas novedosas relativas a esas teorías. Notas, si, que hay alguna cosa discordante, pero piensas que son malas experiencias que corresponden con otros ensayos de menor calado y sigues mirando hacia delante con admiración. De pronto, conoces al autor. Compartes paseos, mantel, complicidad, risas y charlas estimulantes. En persona la gente cambia, aunque no te esperas que lo haga tanto. Al final el pedestal queda vacío. Lo relegas a un segundo y honroso puesto del que, poco a poco, va cayendo aunque tu trates irremediablemente de frenarlo. Al final sólo queda exprimir lo bueno, conocer lo malo y no cerrar del todo el libro. Nunca se sabe. 

   Llegamos a los libros comodín. Aquellos que nos gusta tener cerca, leer unas páginas y cerrarlos. Algunas veces abrimos por la parte equivocada y los volvemos a poner en una estantería. Pero el magnetismo de estos libros, de todo lo que encierran, nos hace que al pasar por la librería miremos su canto y al final, volvamos a ponerlos en nuestro rincón de lectura del que, en ese momento piensas, no debían de salir. Y así, una vez tras otra. El dulzor de sus páginas es poco duradero pero permanece en el recuerdo; lo amargo de sus líneas es puntual pero permanece en el alma. ¿Qué se hace con estos libros?

   En mi caso, el último tipo de libros es el que más problemas me da. Muchos. Demasiados. Necesito liberar espacio pero soy de esas personas a las que les duele la simple idea de pensar en tirar un libro. 



































Pido perdón. A veces hilo muy fino. Siempre, con hilo de oro. 









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