Mayo. Puente en Madrid. Conmemoración del levantamiento popular contra la invasión francesa que padecimos hace poco más de doscientos años. Noche cálida, con algo de brisa y quietud en las calles. A punto de ir a dormir he mirado el calendario de la cocina. ¿Tres de mayo? ¡Cómo pasa el tiempo! hace un año había regresado del un esperado viaje a Lisboa. Este año he echado de menos esa bonita tradición que habíamos empezado algunos marsicanos de viajar juntos por estas fechas. Qué bonito fue aquel viaje y la cantidad de cosas que aprende uno. Cada vez es diferente esa ciudad, pero siempre es única.
No voy a hacer una entrada dedicada a aquellos días en el tono que puede presuponerse. De todos los momentos que pasé allí sólo echo de menos la compañía que me ha demostrado que siempre está ahí. Esa compañía que me hace reír, me enseña, me hace pensar y sobre todo me cuida como si de un hermano pequeño se tratase. Sólo tengo palabras de agradecimiento hacia vosotros.
Pero Lisboa me ha enseñado más en todo este año. Me ha enseñado que no hay más ciego que el que no quiere ver. Me he dado cuenta de que hay flores que no merecen ser deshojadas; que las lágrimas se evaporan muy rápido;me he dado cuenta de que las palabras se las lleva el viento, y el Lisboa sopla mucho y fuerte. Y, sobre todo, me he dado cuenta de que mi futuro, afortunadamente no pasaba por allí, sino por donde a mí me plazca.
Lisboa me ha enseñado que no debo renunciar a ser como soy. Me ha enseñado que dar todo de mi siempre es bueno, que no tengo que arrepentirme por hacerlo. Que quien no lo aprecie no tiene ni tendrá la más mínima idea de lo que ha tenido entre los dedos y ha dejado escapar. Que cada palo aguante su vela.
Gracias. Sólo puedo dar las gracias por no haberme obcecado, por no haber apostado por algo en que, a la larga, me habría perjudicado de por vida. No sé a quién debo dárselas, pero gracias de corazón.
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